María, auxiliar en una residencia: «Pasan de llamarnos limpiaculos a heroínas»
María coge la mascarilla casera que confeccionó su madre «con lo que tenía por casa» y se viste para ir al trabajo. Un día más en la oficina, piensa. Su oficina, no obstante, tiene algo de particular. Trabaja en el sector que más está acusando los embates del Covid-19: las residencias de ancianos. Ella es auxiliar de enfermería y ha visto cómo, de un día para otro, ha pasado de ser «una simple ‘limpiaculos'» a «toda una heroína».
A sus 18 años, todavía no tiene carné de conducir. Las restricciones que acarrea el estado de alarma impiden a su padre llevarla a la residencia en coche, por lo que María tiene que usar el transporte público tal y como hacía antes de que la ciudad se convirtiera en algo parecido a un escenario de película. Los pasajeros que –obligados por las circunstancias– se resignan a seguir utilizando trenes y metro no tienen nada que ver con las multitudes de madrileños que abarrotan habitualmente sus vagones. María es una de las que permanece al pie del cañón… y eso que podría haberlo evitado.
La residencia de día en la que trabajaba antes de que el Covid lo cambiara todo cerró porque los familiares de los residentes dejaron de llevar cada mañana a sus abuelos al centro al producirse dos muertes por el virus. María pudo decidir resguardarse en casa y esperar que amainara la tempestad, pero no lo hizo. «Yo tuve siempre el afán de ayudar», reflexiona al teléfono el sábado 4 de abril cerca de las once de la noche, agotada después de llegar del trabajo. Este es su momento de dar un paso adelante: «Si no lo hacemos nosotras, ¿quién lo va a hacer». La madrileña, que pidió a su empresa que la recolocara en otro un centro de mayores que continuase abierto, valora el trabajo de las autoridades, pero no se corta: «No veo a un policía poniéndose unos ‘patucos’ y pasando el día cuidando a ancianos».
Su labor y la de sus compañeras en la residencia Santa Engracia, igual que en cualquier otro centro de mayores, no goza, de forma habitual, de todo el reconocimiento social que se desprende de los aplausos que cada tarde repiquetean en las ciudades y pueblos españoles. «Constantemente me llaman ‘limpiaculos’ cuando hablo de mi oficio», expone hastiada, «y, como a mí, les pasa a muchas otras personas». Harta de la hipocresía que la ha convertido en una heroína de la noche a la mañana, María se rebeló el pasado miércoles con un tuit que ya ha cosechado casi 80.000 ‘likes’.
«De todos modos, no solo me refiero a las auxiliares de enfermería. Los barrios están llenos de trabajadores cuyo oficio se menosprecia siempre. Aun así», reconoce María, «algo tan malo como el coronavirus ha servido para que todo el mundo se dé cuenta de la importancia del trabajo de enfermeras, auxiliares, reponedores de supermercados, repartidores» y un largo etcétera. La noche del día 3 tuiteó su queja con la única intención de desfogarse con sus 40 seguidores. A la mañana siguiente, se levantó de la cama con 20.000 ‘likes’ y ahora ya cuenta con más de 1.350 ‘followers’. A pesar de todo, María no le da relevancia a ese detalle. La lógica del Covid-19 convierte al personal sanitario en héroes, pero lo importante es que el mensaje cale y que no se olvide.
«Que les den cosas para entretenerse»
La residencia de ancianos Santa Engracia se ubica en el madrileño barrio de Ríos Rosas. Las trabajadoras del centro han formado dos equipos: uno para trabajar con los abuelos que presentan síntomas y que se mantienen en aislamiento, y otro para continuar cuidando al resto. Por el momento, no ha habido muertes, pero algunos residentes sí que presentan sintomatología. «Las tareas de las auxiliares», asegura María, «han cambiado bastante». Para empezar, el trabajo se hace más aparatoso con toda la protección que llevan encima, pero eso no les importa. Piden todas las medidas de seguridad posibles y que les hagan tests: «Sobre todo, por ellos».
Pero lo que más falta hace ahí dentro (además de mascarillas, guantes, trajes o gorros de protección) es entretenimiento. Los mayores están lejos de sus familias y muchos no disponen de teléfonos móviles con los que poder realizar videollamadas con los suyos. Suena crudo, pero al mismo tiempo es reconfortante. El trabajo de María es, en sus propias palabras, «darles la vida que les quita el no poder ver a sus hijos, nietos o hermanos».
En España se cuentan casi 13.000 personas fallecidas a causa de la pandemia. Según datos del diario El País a fecha del 3 de abril, al menos 3.600 de ellas estaban internas en una residencia de ancianos. Solo en la comunidad de Madrid, fallecieron 1.065 personas en centros de mayores, aunque, en ese caso, no todos pueden atribuirse exclusivamente al Covid. Las cifras son cristalinas. El virus es más letal en ese escenario. La guerra contra él se recrudece entre los muros de las residencias y ahí dentro las que lo combaten con fiero tesón y sacrificio son las ‘limpiaculos’.
María es una de ellas y sabe que, cuando pase todo esto, la gente volverá a salir a la calle y la cita de las ocho en los balcones no será más que un recuerdo pintoresco. Entonces, los de siempre volverán a referirse a ella como a una ‘limpiaculos’ y el estigma de su profesión se endurecerá de nuevo a medida que el coronavirus pierda vigencia. Sin embargo, el ruido de los aplausos nunca desaparecerá por completo. Tiene una explicación física: las ondas del sonido decaen exponencialmente, es decir, se hacen cada vez más pequeñas, pero nunca se reducen a cero. Por eso, en cada calle de cada barrio español, unas diminutas ondas de sonido perpetuarán el agradecimiento a María y a todos los que están dando el callo en las trincheras del Covid.